Desde la terraza, Pedro admiró la falsa pequeñez de los automóviles y la lentitud con la que parecían desplazarse. Observó las débiles figuras de todos los árboles. Aunque lo intentó, no logró distinguir a ningún ser humano. Desde lo alto la realidad le pareció absurda, desproporcionada; divertida. Sin embargo, estaba dispuesto a arrojarse al vacío, a permitir que su cuerpo reventara contra una avenida urbana y fuera luego aplastado por un transporte público.
El viento no refrescaba su frente y el sol no calentaba su espalda. Pedro sólo pensaba en caer. Volaría con los brazos extendidos a través del viento y el vacío.
-Hombre mirando al sudeste -.
Sobre sus hombros, Pedro encontró a Lina paradita en el centro de la terraza, sostenía una palangana roja, repleta de ropa lista para tender.
El rostro de Pedro expresaba horror y Lina no comprendió si habría subido a tender su ropa o a arrojarse al vacío.
-Si quiere la ayudo- dijo Pedro.
Lina aceptó y reconoció para sí que en otro momento jamás se hubiera dejado ayudar y que probablemente Pedro tampoco le hubiera ofrecido su ayuda.
La última prenda que Pedro tendió fue una camisa blanca. Lina le indicó que para no marcarla, lo mejor era colgarla desde el extremo inferior, dejando las mangas extendidas hacia el suelo.
Cuando ya no hubo más ropa que tender, Lina no sabía si regresar o esperar a que Pedro lo hiciera. Permanecieron unos minutos en silencio, mirándose y sonriendo.
De pronto Pedro se escabulló entre la ropa, corrió y rodó entre las sábanas y los pantalones, mojándose el pelo y el pecho, hasta dar de cara contra una media. Lina rió con ganas. Pedro observó la camisa blanca; las mangas extendidas flameaban a través del viento y el vacío.
-El sol la secará rápidamente- pensó.