El humo de un cigarro apretado entre dos dedos
me señaló el cristal roto de una ventana sucia.
A través de la hendija astillada descubrí una cúpula verde envuelta en palomas que picoteaban pelotitas de pan. Unas manos viejas y temblorosas las esparcían desde un balcón francés que sólo tenía dos plantas; una tupida y otra extraña.
De la extraña pendían frutos pequeños que el viento balanceaba junto con las pelotitas que las palomas perdieron en un pestañeo.
Pronto las aves echaron a volar y el sonido de mi propio nombre, golpeado por una voz ronca de tabaco y tos, me llevó de regreso a través de la hendija, la ventana y el humo…
me señaló el cristal roto de una ventana sucia.
A través de la hendija astillada descubrí una cúpula verde envuelta en palomas que picoteaban pelotitas de pan. Unas manos viejas y temblorosas las esparcían desde un balcón francés que sólo tenía dos plantas; una tupida y otra extraña.
De la extraña pendían frutos pequeños que el viento balanceaba junto con las pelotitas que las palomas perdieron en un pestañeo.
Pronto las aves echaron a volar y el sonido de mi propio nombre, golpeado por una voz ronca de tabaco y tos, me llevó de regreso a través de la hendija, la ventana y el humo…
-¿Irazábal, podría repetir lo que acabo de decir?
-Disculpe, profesor, no escuché.